jueves, 19 de marzo de 2020

LA FAMILIA CHINA, poemas de María del Carmen Colombo








La familia china saluda al lector con una poética. Transparente en su intención aunque no en su elección estética, este primer poema es la antesala de un libro intensamente metaliterario. El eje de la poética es una metáfora, el abanico, en la cual se ensartan como cuentas de rosario toda una serie imágenes paralelas: el árbol, el mapa geográfico, el cuadro de miniaturas, la escena de pesca, el piano. De aquí en adelante, María del Carmen Colombo se instalará en el modus operandi de la estética neobarroca, utilizando la palabra como espacio de una superposición infinita de realidades, como metáfora de metáforas. Caminaremos por las páginas de La familia, siguiendo las pistas que nos permiten vincular esta nueva estética americana con la estilización orientalista del libro.


Erika Martínez Cabrera




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LA FAMILIA CHINA  (1999)



Como un árbol, este abanico tiene un solo pie, pero de varillas, y un país de papel que se despliega, lento, con dos manos.

Florece en cada varilla una escena, muy fija y finita, pintada con pelo de pincel. Entre una  escena y otra la distancia es inmensa, porque tarda en llegar la próxima varilla.

Cuando la escena por venir parece que no viene, los ojos humean de ansiedad, nublando el cristal con que se mira; en el fondo sus arpones de pez desean pescar cada una de las miniaturas, que huidizas se escurren entre el papel de agua.

El pinchazo de un ojo podría ser fatal para un teclado tan liviano. Por suerte, entre el comienzo y el final de este despliegue sólo transcurre media hora. Tiempo suficiente durante el cual un semicírculo puede alcanzar su personalidad verdadera, y en el instante hacerse aire, como este abanico.

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Son chinas  las tres chicas,  pintadas  por  el fino  pincel de un copista oriental. Ojos  como rendijas miran la escena de la madre, lavando el kimono en el  piletón del patio. Las miradas finitas rayan  las ojeras de la madre, imitación de la  sombra de un árbol exótico. Le  dibujan  persianas cerradas  para protegerla de  un sol de siesta, insoportable.

El alma china de la familia se llena como una palangana porteña al compás de los dichos maternales del agua. Y  las  tres chicas recuerdan,  al unísono, los agujeros dejados por las balas. Los agujeros del recuerdo, multiplicados por tres, ensucian con la sangre del padre el kimono que la madre lava, infinitamente, adentro del piletón de sus propias ojeras.

Recordar, abrir el ojal de una herida llamada ojo, provoca un dolor de sol, insoportable, entre ceja y ceja. Por eso, a la sombra de un árbol exótico, las tres chicas pintan el alma de un dragón subiendo al cielo, con el fino pincel de sus pestañas.

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Todas las noches, la madre china pone su mente adentro de una copita quieta. La llena con sus diminutos pensamientos de alfiler. Es de jade, la copita, y parece un párpado vaciado por la punta de una vara de bambú. Puede ser también un pájaro mudo que se sostiene en una sola pata de gallo.

La mente maternal imita el salto de los equilibristas, esos que tiran el alma por el aire y cae, hecho un bollito, en las aguas secas del vacío.

A la mañana, la mente china sale lívida del párpado, como un pez o un ánima que ha vagado por los vericuetos del limbo.

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El novio de la china mayor, un italiano que la chica conoció en el conventillo, es un exhibicionista. A pulso, despliega frente a ella el tapiz de sus sentimientos, llenos de dragones y heroicos samuráis. Dice que quiere ser director de cine y ensaya con la novia, que se disfraza de público para aplaudir las escenas más dramáticas del tapiz. La chica, en cambio, quiere ser decoradora de interiores y ensaya con el muchacho. Pone caricias y besos artificiales adentro de los sentimientos del italiano. A veces su actitud enfurece a los dragones. Otras, los valientes samuráis sacan sus espadas y le ofrecen casamiento.

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En espacios reducidos es propicio menguar, como la luna y las mareas: la dirección del movimiento obedece a la necesidad. Es favorable decrecer con rectitud, orientados por el mapa nocturno que dibujan las tablas de planchar, cuando doblan sus hojas y culminan, firmes, en una reverencia.

Los biombos se someten al dictado de los tiempos y ceden, dóciles, las teclas de sus abanicos. Una escalera devora su propio caracol, peldaño por peldaño.

Algunos pensamientos ensobran sus intimidades y se apilan, al igual que las sábanas, en  prolijos acordeones. Las mentes más realistas se ajustan tanto al pan pan y al vino vino, que después se desparraman en otras dimensiones, como  la gente que vive apiñada en una pieza y sueña con la amplitud del paraíso.


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María del Carmen Colombo (Buenos Aires, Argentina, 1950). Poeta. Estudió Letras y Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Integró el grupo de poesía El Ladrillo. Ha publicado La edad necesaria (1979); Blues del amasijo (1985); Blues del amasijo y otros poemas (1992); La muda encarnación (1993) y La familia china (1999). En 1978, fue premiada por la Fundación Argentina de Poesía en el concurso «Mónica Garcerán» y, más tarde, en 1981, obtuvo el premio «Benito Lynch», otorgado por la Biblioteca Cornelio Saavedra y Union Carbide SAICS. Integra el consejo editorial de Hilos Editora. Desde 1980 coordina talleres literarios. 

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El texto de encabezado es un fragmento de la investigación «Nación y orientalismo en la familia china de Mª del Carmen Colombo», a cargo de la poeta española Erika Martínez Cabrera. En el siguiente enlace puede acceder al texto íntegro a partir de la página 703: 
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5057121